Fernando Mires - 1989-1990: NO FUE UN COLAPSO, ¡FUE UNA REVOLUCIÓN!




El imperio soviético parecía ser una de las formacio­nes geopolíticas más estables de la historia universal. Por lo menos para las ciencias sociales modernas. Y de pronto, toda esa estabilidad monolítica demostró que sólo era pura apariencia, derrumbándose como castillo de naipes en un lapso que duró menos de un año. 

¿Por qué ni los más destacados sovietólo­gos pudieron predecir el derrumbe? La pregunta es importante pues si hay un hecho histórico que obliga a pensar que las ciencias sociales y políticas contemporáneas han fracasado, por lo menos en su capacidad de predicción, ese es precisamente el derrumbe del comunismo.

Ni siquiera ese derrumbe fue el producto de una derrota militar o por lo menos de una capitulación frente a un enemigo todopoderoso. En ese sentido resulta interesante destacar que los únicos que hablan de "la victo­ria del capitalismo" son sectores intelectuales que provienen de una tradi­ción socialista. Los partidarios del "mundo libre" se cuidan de ver en el derrumbe del comunismo una victoria propia, pues ellos también fueron sorprendidos con los acontecimientos que se desataron en 1989.

¿Por qué esa incapacidad de los expertos políticos para por lo menos prever parte de los acontecimientos? 

Para la ideología del socialismo-real el fenómeno es en cierto modo explicable. De acuerdo a la visión progresiva de la historia que prima en ella, el socialismo, incluso en su monstruosa versión staliniana, era parte de un orden genético superior al capitalismo, no tanto por ser so­cialismo, sino por no ser capitalismo. Por lo tanto, ese socialismo, al re­presentar -hipoteticamente- una etapa histórica más avanzada que el ca­pitalismo, tenía un sentido "irreversible". De acuerdo a esa concepción naturalista de la historia era más fácil que el ser humano volviera a ser mono a que el socialismo volviera al capitalismo .

Más problemático es en todo caso explicar esa incapacidad de predic­ción entre los intelectuales llamados "burgueses" quienes al representar intereses más concretos parecían estar dotados de un sentido más práctico que el de sus sobreideologizados colegas "socialistas". Una razón es quizás que muchos de ellos eran anticomunistas. Y un anticomunista necesita, obvia­mente, del comunismo, tanto o más que los comunistas. 

Después del comunismo hay una cantidad de ideólogos anticomunistas despojados de "su oscuro objeto del deseo". Pero hay además otra razón tanto o más importante. Los ideólogos anticomunistas, como los co­munistas, habían construído sus instrumentos conceptuales en un marco histórico común determinado por la contradicción de bloques, o era bipolar. De acuerdo a los conceptos propios a ese tiempo, el poderío de una nación se mide por el crecimiento económico bruto y por su potencialidad militar. Y en ninguno de esos campos el mundo socialista, pese a la crisis que vivía en el período Breschnew, era de despreciar. 


Hay que convenir entonces que los expertos de ambos bandos operaban en base a criterios puramente cuantitativos y por lo mismo no estaban en condiciones de analizar los profundos cambios culturales producidos en la mayoría de los países del área. Para ellos los procesos culturales no tenían ninguna significación. Sólo importaba el poderío económico y el militar. Lo demás era prosa. Incluso, para algunos políticos occidentales -Kissinger antes que nadie- se hacía nece­sario no apoyar a los movimientos políticos disidentes de los llamados países socialistas a fin de no "desestabilizar" las relaciones internacionales.

Así se explica que el término más en boga para designar el derrumbe de los regímenes comunistas, tanto por los enemigos, como por los amigos del comunismo, haya sido el de colapso. El término es ideológico. Con ello se quiere significar que el comunismo era algo así como una maquinaria que funcionaba perfectamente hasta que de pronto alguna de sus piezas co­menzaron a fallar. Me temo que en el futuro los niños en las escuelas aprenderan de memoria una versión de los hechos que dice más o menos así:

A fines del siglo XX se produjeron en el "sistema capitalista" innova­ciones tecnológicas en los terrenos de la computación y de la producción energética que aumentaron notablemente la productividad. El régimen sovié­tico, para poder seguir compitiendo con el capitalismo, se vió en la obliga­ción de introducir tales innovaciones en su economía. Gorbachov y la Pe­restroika intentaron crear las condiciones institucionales para que eso fuera posible. Pero el régimen de la URSS no estaba preparado para ese tipo de innovaciones, por lo cual se produjeron desajustes que llevaron al colapso total. Como consecuencia del colapso de la URSS las naciones dependientes se liberaron, adoptando todas un régimen de producción basado en la libre economía de mercado. Punto.

Esa interpretación histórica ligeramente caricaturizada no es formal­mente, falsa. El problema es que es tautológica y, sobre todo, incompleta. Es tautológica, porque pretende explicar al colapso por el colapso. Es incom­pleta, porque intenta interpretar un hecho histórico haciendo abstracción de su historicidad. De acuerdo a esa versión todavía dominante, Gorbachov y la Perestroika aparecen como el hecho determinante en las revoluciones de la periferia socialista europea las que a su vez son reducidas a simples objetos que resultan de una causa externa. En términos simples: tal interpretación pasa por alto una larga historia de negación y resistencia que desde hacía muchísimos años veníase gestando en los países "socialistas", incluyendo a la propia URSS.

¿Qué pasaría en cambio si damos vuelta esa argumentación, haciendo una lectura exactamente al revés de la que hoy día parece predominar? De acuerdo a esa nueva lectura podría afirmarse:

Desde 1956, en diversos países socialistas venían articulándose formas de protestas, culturales, sociales y políticas, las que en determinados mo­mentos fueron sangrientamente aplastadas. Frente a esa realidad, la URSS se vió inducida a hacer valer su primacía no politica sino que repre­siva en los países de su área, esto es, a no ejercer hegemonía, sino dominación. Precisamente la existencia del llamado bloque socialista era prueba de que la expansión política del socialismo era imposible, por lo me­nos en Europa. Tal imposibilidad de expansión se traduce en un sistema que al funcionar de acuerdo a mecanismos represivos, no puede competir con el otro bloque en condiciones ventajosas. En ese sentido cualquiera grieta al interior del aparato de dominación, debía transformarse en una crisis del conjunto del imperio. Gorbachov debe ser por lo tanto considerado como ló­gica consecuencia del largo proceso de resistencia que tenía lugar en el mundo socialista, o si se prefiere: como el intento por introducir la primacía de la política por sobre la de la represión en las relaciones políticas in­terimperiales, antes de que fuera demasiado tarde. El problema es que Gor­bachov llegó demasiado tarde, y como el mismo dijo, quien llega tarde, de­berá ser castigado por la vida.

Una interpretación como la expuesta no niega la tesis del colapso. Pero sí la contextualiza, remitiéndola a un marco de relaciones en donde no existen causas absolutas. Gorbachov y Perestroika fueron por cierto causas. Pero también fueron consecuencias de un largo proceso que erosionó las bases políticas y las relaciones de legitimidad que hasta el imperio más bu­rocratizado y militar necesita para ejercer su dominación. 


La teo­ría del puro colapso pasa por alto las revoluciones húngaras y polacas de 1956; el levantamiento nacional-popular de Praga en 1968; el nacimiento del KOR y de Solidarnosc en Polonia; los movimientos religiosos de Polonia y de la RDA; Carta 77 en Checoeslovaquia; la gente en las calles; los heridos y muertos caídos bajo los tanques rusos; las protestas nacionalistas y ecologistas en la URSS; los disidentes en la clandestinidad, redactando cada día un panfleto distinto; a Kuron, Mischnik, Havel, Bahro, Solschinizyn y Sacharow, etc; a los que fueron a las cárceles, o a los destierros de frío y hielo; o a las clínicas psiquiátricas, gritando por la libertad con una digni­dad que produce escalofríos- 


Dicho en síntesis, la reducción de la historia a la pura teoría del colapso, pasa por alto la historia de las revoluciones de­mocráticas de Europa Oriental. Esa es la razón por la que aquí defiendo la tesis contraria. Esa tesis dice así: no fue el colapso lo que produjo la revolución. Fue la revolución la que produjo el colapo.

Para los actores de las revoluciones de los países de Europa Oriental en cambio, los acontecimientos que llevaron al "colapso" fueron leídos en di­recta continuidad con su propia historia y puede decirse que, aún si esperar que el régimen cayera tan rápido, y en las formas en que cayó, no fueron tan sorprendidos con ese derrumbe como ocurrió con los especia­listas occidentales. Para dichos actores, 1989-1991 fue la culminación de una larga re­volución que venía arrastrándose desde decenios. Quizás desde el momento en que el levantamiento popular húngaro de 1956 fue sangrientamento aplastado.

De la misma manera como ocurría en la URSS, las Nomenklaturas de los demás países socialistas pretendían extraer su legitimidad de una suerte de racionalismo histórico cuyo punto de realización se encontraba, paradojal­mente, en el futuro: en la construcción final del comunismo, de aquella "sociedad perfecta" en función de cuya realización todos los sacrificios y expiaciones estaban permitidos. 

Los comunistas en el poder se entendían como depositarios de una razón histó­rica de la cual ellos eran sus mediadores terrenales. La política en ese sentido fue siempre concebida por ellos como un medio para la realización de esa historia final. Siendo la historia no determinada por hechos concretos, sino por su supuesta meta-realidad, el pasado debía ser siempre reescrito de acuerdo a las distintas estrategias que la Nomenklatura elaboraba para al­canzar la meta asignada. El marxismo- leninismo, ideología de la clase dominante  en Europa del Este, era radicalmente metafísico. 

Los regímenes de tipo orweliano, como fueron los comunistas, al no poder en­contrar su legitimidad en el presente buscan encontrarlo en el futuro. La gran ventaja que de ahí se deriva es que, a diferencias del presente, el futuro sólo lo conocen sus supuestos de­positarios, esto es, el Partido y sus bonzos. De este modo la política era historizada y la historia era politizada. Historia y Política se legitimaban mutuamente extrayendo sus valores la una de la otra. No puede extrañar entonces que uno de los proyectos de los sectores intelectuales disidentes hubiera sido el de despojar a los diversos regímenes de esa legitimidad histó­rica que ellos se habían autoasignado. Pero para que eso fuera posible era necesario separar a la política oficial de la historia, empresa que requería no sólo revisar la histo­ria oficial, como ocurrió en la URSS durante Gorbachov, sino, además, oponer la otra historia

Podría decirse que en los países socialistas compe­tían dos historias: la oficial, que tenía su lugar de residencia en un futuro ignoto, y la verdadera, que se había constituído precisamente como negación a las diversas dictaduras. La una era una historia escrita desde el poder. La otra fue escrita desde la clandestinidad y la resistencia, o desde la práctica de los movimientos populares que cada cierto tiempo irrumpían en las capitales del Este europeo. La una vivía en el futuro. La otra en un presente que se alimentaba del pa­sado. La una habitaba en el "super ego" del Partido. La otra latía en el inconciente de los disidentes. 


En cierto modo 1989-1990 devolvió a la historia a ese lugar al que siempre debe permanecer: al pasado. Esa fecha señala, en fin, una rebelión de la historia en contra de un "historismo" que en nombre de la historia con­sumaba su absoluta negación.